Protección del ambiente: bioética y derecho

En otro tiempo podíamos detener un viaje nocturno, descender del automóvil, oír el ladrido de los perros en el cercano caserío, pernoctar en tiendas de campaña al cabo de una jornada de excursiones, cerrar los ojos e inhalar la vida a pulmón pleno. Ha cambiado el Anáhuac, nos recuerda el autor, Sergio García Ramírez. Sin embargo, aún estamos a tiempo de enmendar el panorama, como nos propone en este artículo.


Bernal Díaz describió el paisaje de Tenochtitlan en 1521. He aquí una referencia oportuna, ahora que celebramos —a partir de fechas adoptadas al arbitrio del gobernante— un aniversario de la Independencia de México, liberación que debiera ponernos a salvo de muchos males que rondan y promueven dependencias de otro carácter. Pero vuelvo a Bernal Díaz. Relató: andaban los invasores en la “calzada ancha”, como quien llega a un paraíso apenas imaginado; hallaron “ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblazones”. Lo que vieron era “cosa de sueños”. No me hartaba de “mirar —dice el cronista— la diversidad de árboles y los olores que cada uno tenía, y andenes llenos de rosas y flores, y muchos frutales y rosales de la tierra, y un estanque de agua dulce”.

Pasaron tres siglos. El barón de Humboldt tuvo a la vista la gloria de Mesoamérica: había llegado a “la región más transparente del aire”, según su expresión muy conocida. Pero también al abismo entre la pobreza y la opulencia, como en ningún lugar del mundo. Luego, al cabo de 100 años de contiendas, Alfonso Reyes pudo reiterar en su Visión de Anáhuac: “Detente, viajero, has llegado…” En efecto: a la región más transparente.

La gracia del aire no sería perpetua. Legiones “laboriosas” consumaron su propia marcha. Fue así, hasta el momento en que Carlos Fuentes puso en Ixca Cienfuegos su propia observación dolida: “Aquí nos tocó, qué le vamos a hacer”. Ruido de locomotoras sobre los rieles tendidos por el Porfiriato. Humo de las factorías oscureciendo el paisaje. Caminaba el progreso a costa de la salud y, en definitiva, de la vida.

México fue asiento de ciudades crecientes y de campos muy fértiles; mares en torno, cordilleras desafiantes. Y cielo azul y despejado; cuando llegaba la noche, luna brillante y constelaciones exuberantes.

En otro tiempo podíamos detener un viaje nocturno, descender del automóvil, oír el ladrido de los perros en el cercano caserío, pernoctar en tiendas de campaña al cabo de una jornada de excursiones. Cerrábamos los ojos e inhalábamos la vida a pulmón pleno. El ambiente favorecía. En nuestro tiempo, no podemos alentar al viajero con la expresión de Reyes. Ha cambiado el Anáhuac. No hallamos transparencia en el aire que respira, ni noches de cielo estrellado. Para que sepa el viajero que ha llegado a esta nueva región del mundo —que tiene semejantes en otras latitudes— le basta con observar el entorno sombrío.

Sin embargo, hay herramienta para enmendar el panorama y rescatar “de lo perdido, lo que aparezca”. Mencionemos algunos elementos a la mano —más o menos— que podrían reponer, tal vez a medias, la salud del entorno y de quienes lo habitamos. Uno, las propuestas de la bioética, aplicadas a la vida nuestra de cada día; otro, el orden jurídico emergente más allá —y más acá— de nuestras fronteras: derecho internacional de los derechos humanos, comprometido y comprometedor en pro de la vida.

Primero invoco la bioética. Un antecedente: del auge de la ciencia deriva el progreso de la técnica, y de éste pueden provenir hechos que nos extravíen. Para preverlo, evitarlo y reconducir el paso de la sociedad, que requiere progreso y felicidad, podemos recurrir a ciertos medios. Me referí a la bioética cuando examiné en diversos foros y publicaciones la relación entre la salud y el derecho, un marco en el que podemos analizar a fondo muchos temas radicales de nuestra vida individual y colectiva.

El alemán Fritz Jahr, pastor protestante, habló de la bioética en un artículo publicado en 1927; pero el más notable y conocido expositor de esta materia ha sido, a partir de 1970, el estadounidense Van Rensselaer Potter. Aludió a la bioética en The Science of Survival, y más tarde en Survival, Bridge to the Future. En estas expresiones figuran los conceptos abarcadores de esta cuestión: uno carga el acento sobre la supervivencia, que no es solamente “no morir”, sino vivir en las mejores condiciones, por encima de los obstáculos que se oponen a la vida plena; el otro pone énfasis en un “puente” indispensable, que nos permita transitar de la circunstancia actual, que conspira contra la vida, al porvenir deseable, que la permite y fomenta.

Potter observó el problema que se presenta debido a la ruptura entre los saberes científico y humanístico, que amenaza la subsistencia de todo el ecosistema. No podemos ignorar que en nuestro tiempo y en nuestro medio se han distanciado los postulados de la bioética y las políticas que en ocasiones siguen la sociedad y el Estado, sus medidas y sus acciones. Esa distancia, que crece cada vez que abandonamos tanto las lecciones de la ciencia como los principios de la ética, trae resultados funestos.

Entre esos resultados figura la destrucción de la Tierra, hogar de la especie humana —y de otras—, por grave descuido o por conductas deliberadas que avanzan a contrapelo de las necesidades de preservación del planeta, de sus recursos y de sus habitantes.

Voy a los derechos humanos, a partir de una idea rectora: los individuos tenemos derecho —no sólo deseo o conveniencia— a la conservación de la Tierra. Tanto como se necesite —¡y vaya que se necesita!— para asegurar la subsistencia y la calidad de nuestra vida. Hablar de derecho humano es aludir a una exigencia que puede plantearse ante todas las instancias del poder público, y de una obligación perentoria de éste, también exigible a esas instancias según sus respectivas atribuciones.

Los derechos más relevantes y decisivos, de los que dependen nuestra vida y su calidad, desde la cuna hasta la tumba, aparecieron al final del siglo XVIII. No quedaron congelados en el Siglo de las Luces. Se multiplicaron con el paso del desarrollo social y de las expectativas del ser humano. Son un conjunto frondoso, signo de libertad, justicia y progreso. Ahí reside el derecho al ambiente sano.

Hablamos de “generaciones” de derechos humanos, atendiendo a su aparición en el escenario histórico. La primera oleada incluyó los derechos civiles y políticos. La segunda abarcó los derechos económicos, sociales y ambientales. Y se ha reconocido una tercera: los derechos de todos, en conjunto; una suerte de escudo general para la preservación de las otras categorías: nadie es titular individual y excluyente de esos derechos de la tercera generación; titulares y beneficiarios somos todos. En estos derechos “difusos” figuran la paz, la seguridad colectiva, la salud del ambiente. Se ha reconocido en las constituciones modernas y en el emergente y poderoso derecho internacional de los derechos humanos.

El tema caló en las constituciones a partir de la Cumbre de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano (Estocolmo, 1972). Otros encuentros internacionales multiplicaron el clamor tutelar del ambiente. En sustancia, se trataba de una arenga por la vida humana, recibida en innumerables foros e instrumentos, con los que se ha querido construir una suerte de “coraza” de la Tierra y, por ende, armadura de la vida.

En México, ese derecho se recibió en el artículo 4º de la Constitución General de la República, donde se reúnen prerrogativas del individuo y obligaciones imperiosas del Estado. Un dictamen del Senado, favorable a la recepción de esta materia, pidió “incluir como una garantía para todos los mexicanos el derecho incontestable para disfrutar de un medio ambiente adecuado, elemento indispensable e imprescindible para su desarrollo y bienestar, imponiendo como correlativo de dicho derecho la obligación del Estado mexicano de tutelar de manera concreta el derecho a la supervivencia de manera equilibrada y armónica, con una adecuada protección de los ecosistemas y de los recursos naturales”. La expresión ambiente “adecuado” creció de punto para postular, hoy, un ambiente “sano”.

El quinto párrafo del artículo 4º la Constitución reconoce actualmente, a partir de las reformas publicadas en el Diario Oficial de la Federación el 28 de junio de 1999 y el 8 de febrero de 2012, que “toda persona tiene derecho a un medio ambiente sano para su desarrollo y bienestar. El Estado garantizará el respeto a este derecho. El daño y deterioro ambiental generará responsabilidad para quien lo provoque en términos de lo dispuesto por la ley”.

También opera aquí el derecho internacional de los derechos humanos, un orden que llegó después de las grandes guerras mundiales, cuando se entendió que los derechos del ser humano no son un asunto interno de los Estados frente a sus ciudadanos, sino de la comunidad mundial frente a todos los seres humanos. Sobre esta base, los Estados se han comprometido a través de tratados internacionales, que no implican una merma de la soberanía, como se dice a menudo. El Estado que adopta un tratado ejerce su soberanía, no renuncia ni abdica de ella.

Los tratados de esta materia tienen rasgos propios. Son especiales, porque no sólo establecen derechos y deberes entre los Estados, sino porque incorporan a otro sujeto determinante: el ser humano. Son, pues, acuerdos “para” el ser humano, provistos de un amplio aparato de garantías en el plano internacional: comisiones, comités, tribunales dispuestos para la tutela de las personas, que pueden culminar en sentencias condenatorias de los Estados que violentan los derechos de los individuos.

México es parte de este universo internacional —o, mejor aún, “supranacional”— de protección de los derechos humanos. En el extenso espacio de la tutela, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales prevé la obligación del Estado de mejorar el medio ambiente, en todos sus aspectos (artículo 12.2). Nuestro país también es actor comprometido en el sistema interamericano. En éste, el Protocolo de San Salvador —sobre derechos de segunda generación— determina que “toda persona tiene derecho a vivir en un medio ambiente sano y a contar con servicios públicos básicos”, y ordena a los Estados promover “la protección, preservación y mejoramiento del medio ambiente” (artículo 11). No se trata de sugerencias, sino de obligaciones.

El órgano establecido para interpretar y aplicar la Convención Americana de Derechos Humanos es la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que cuenta con atribuciones para resolver contiendas y fijar criterios vinculantes para los Estados. La Corte Interamericana se ha internado en el tema que estamos mencionando. Lo ha hecho a través de la opinión consultiva OC-23/17 del 15 de noviembre de 1917 sobre “Medio ambiente y derechos humanos”. Las opiniones de este carácter entrañan un pronunciamiento jurisdiccional vinculante como interpretación oficial del tratado que examinan. En el procedimiento conducente a la elaboración de este documento comparecieron numerosos Estados, entidades internacionales, organismos de la sociedad civil, académicos y ciudadanos a título particular.

Al cabo de una madura reflexión, el Tribunal Interamericano emitió esa opinión consultiva (cuyos criterios tienen fuerza obligatoria para los Estados, México entre ellos). Consideró que los individuos tienen derecho a la protección del ambiente, en el marco de la tutela y la garantía de derechos primordiales: a la vida y a la integridad personal. Es decir: la preservación del medio, el respeto a la Tierra, la conservación del planeta y sus recursos son datos clave para la protección de la salud y la vida. Se recogió el pensamiento prevaleciente, revestido con la fuerza del tribunal. Los razonamientos de éste —al igual que los argumentos esgrimidos por quienes participaron en el proceso ante la Corte— merecen cuidadosa reflexión.

Aquellos argumentos subrayan un derecho personal y un deber estatal de enorme trascendencia. Se reafirma el orden indispensable en un asunto asediado por los vaivenes de la política y la economía. Para remontarlos hay imperiosos mandamientos jurídicos y éticos. Ese derecho y ese deber no se desvanecen ni declinan, no se condicionan ni se relativizan a merced de los caprichos o las ocurrencias de quienes militan contra la Tierra y procuran el poder omnímodo, que les permita fijar el rumbo y el destino, ambos muy sombríos, de sus conciudadanos. He sugerido mirar al pasado, reconocer el presente y, sobre todo, prever el futuro. Plantados en nuestro tiempo y en nuestra circunstancia, sujetos a tensiones poderosas y regresivas, so pretexto del manejo de fuentes de energía, podríamos decir nuevamente: “Detente, viajero”, eleva tu conciencia y agrega tus fuerzas a las de esta cruzada por la preservación del planeta. Se trata de defender la vida y rescatar, a tiempo todavía, una región transparente donde pueda florecer nuestra especie, liberada del temor y la devastación. Ese viajero podría seguir su camino atento a la hoja de ruta que le propone la bioética. La nueva etapa sería, de esta suerte, un luminoso tramo de su vida.

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