El licenciado Pablo Bieger egresó de la Universidad Autónoma de Madrid en 1980. Tiene un master en asesoría jurídica por el Instituto de Empresa (1981) y un master of laws por la London School of Economics (1985). A lo largo de su trayectoria profesional ha sido letrado del Banco de España y director de asesoría jurídica de Citibank España (1990-1992). Desde entonces ha ejercido en las firmas europeas Garrigues Abogados y Clifford Chance, en las que ha alcanzado la categoría de socio. Compartimos algunas recomendaciones que hace el licenciado Bieger a los profesionales del derecho: por el desarrollo de un abogado exitoso.
¿Qué hace a un buen abogado?
En buena medida, ya lo hemos visto.
Una capacidad todoterreno para, a lo largo de la misma jornada, ser sucesivamente orador brillante, oyente atento, escritor correcto, hábil dialéctico, negociador flexible, meticuloso lógico, estudioso aplicado, chispeante comercial y gestor diligente del negocio.
Entender que, para el abogado, lo determinante es lo que diga el juez. Y esto se aplica de la misma manera al caso de la abogacía consultiva: se negocia un contrato o se redacta un informe pensando en lo que ocurriría si el asunto llegase ante un tribunal.
Sobre todo, quizás —y esta es la novedad sobre lo expuesto hasta ahora, aunque se deduzca de cuanto precede—, la capacidad de persuasión. Persuasión ante el juez, ante un jurado, ante la administración con la que se trata, ante la otra parte con la que se negocia. Una capacidad de persuasión que no proviene sólo, ni primordialmente, de la oratoria, ni de la brillantez del razonamiento, ni del rigor de los conocimientos, ni de la autoridad que en ciertos casos pueda conferir el prestigio del profesional sino, sobre todo, de saber inspirar confianza —pues si nos fiamos de alguien le prestaremos oídos, y si no, no—. Y para inspirar confianza, saber observar a quien se precisa persuadir, comprender a qué argumentos resultará simpático u odioso, qué intereses pueden impulsarle, y ajustarse a eso. En definitiva, una capacidad de generar confianza y, a partir de ella, persuadir —ahora sí, con todas las restantes armas disponibles—, que nace, normalmente, de la experiencia en el trato con los semejantes: de conocer a fondo el corazón humano.
Aunque en última instancia, cierta familiarización con la norma aplicable también ayuda a veces.
¿Qué hace a un abogado exitoso?
Casi lo mismo que lo hace ser bueno aunque en la dirección contraria: inspirar confianza… al cliente.
Si el cliente confía en ti, resulta francamente indiferente que tus resultados sean mediocres, o hasta malos —ya se ha dicho, es difícil que él pueda apreciarlo—: seguirá siendo tu cliente. Y si tu trato inspira confianza, conseguirás más.
¿Exageración? Conozco abogados exitosos que llevan años sin ganar un asunto. Y, además, si inspiras confianza a tus clientes, no te será difícil rodearte de pasantes más listos que tú, que saquen las castañas del fuego. Ganar un pleito puede hacerlo cualquiera; inspirar confianza a los clientes, sólo los elegidos por los dioses.
Pero, ¿cómo se logra? Hay, sin duda, múltiples respuestas. Algunas personas inspiran confianza desde el primer golpe de vista, por su presencia física, por su forma de moverse, por la forma en que miran, por el modo como dan la mano. De acuerdo con algunos estudios psicológicos, cuando conocemos a una persona nueva decidimos si nos cae bien o no ¡durante los primeros treinta segundos! Sin embargo, otros que en principio nos parecieron grises o hasta insignificantes van ganándose nuestra confianza a medida que hablan o los vemos actuar. Y detalles que en puridad deberían sernos irrelevantes —cómo agita alguien las manos, evita la mirada o se balancea nerviosamente haciendo girar la silla— afectan nuestra impresión, como lo hace su forma de vestir: el abogado, si persigue el éxito, deberá vestir con seriedad, pues a él se le traen asuntos serios: tan serios que es una de las pocas profesiones que, en sala, aún utiliza un uniforme, lo que está reservado en nuestra sociedad, por lo demás, a quienes tratan los asuntos de gravedad mortal: sacerdotes, militares y médicos. Aunque no creo, desde luego, que mi capacidad jurídica disminuyese un ápice si mañana me tiñese el pelo de verde.
Ahora bien, dicho lo anterior, conviene reiterar lo sustancial. En general, suscitará mucho más fácilmente confianza quien, ya sea por un excepcional instinto natural o —en la mayoría de los casos— después de años de esfuerzo y penosos errores, comprende a sus —variados— semejantes y es capaz de ponerse en su piel; aquel que ha alcanzado la cum passio.
Aunque, de cualquier modo, debe tenerse en cuenta que nadie, ni el más comprensivo de los hombres, inspirará confianza a todo el mundo: no será lo mismo lo que se le transmitirá a un empresario que a un juez de lo penal o al funcionario del ayuntamiento, y nadie disfruta de tantas vivencias como para ponerse en el lugar de cualquiera. Así que, en definitiva, más allá de lo expuesto, no hay fórmula mágica. Y si la hubiera, y yo la conociese, desde luego no la compartiría.
Una advertencia final, en cualquier caso, para el lector ajeno al oficio, respecto de los profesionales exitosos: tenga en cuenta que si bien hay excepciones, con harta frecuencia se cumple una regla ya vieja, acuñada por Carnelutti: “Los abogados son como los restaurantes… Cuando se hacen famosos, cuestan más y valen menos”.