Ante las recientes reformas constitucionales que se han realizado en México, conviene reflexionar sobre las reformas a la Constitución Política, sus finalidades y consecuencias. Carlos Sánchez Vázquez presenta estos apuntes teóricos sobre los procesos deconstituyentes.
Introducción
Desde el 5 de febrero de 1917 hasta el 31 de octubre de 2024, el 87.5 por ciento de los dispositivos constitucionales han sido reformados. La extensión de la Constitución se ha incrementado 600 por ciento y sólo 0.96 por ciento del texto vigente corresponde al original. Entonces, ¿es correcto afirmar que nos regimos bajo las normas fundamentales del constituyente de 1917?
Sin lugar a dudas, las reformas que han tenido lugar durante más de 107 años han transformado por completo el texto constitucional; pero la pregunta relevante es: ¿han modificado su identidad?
Para responder a esa interrogante es necesario, a priori, distinguir entre una reforma constitucional y la deconstitucionalización de la Constitución. Precisamente a raíz de la iniciativa y posterior aprobación del decreto de reforma al Poder Judicial, surgió un intenso debate sobre los alcances del poder constituyente derivado. Los principales actores políticos sostuvieron, durante el proceso legislativo, que la facultad de reformar la Constitución es un ejercicio de la soberanía nacional que les ha sido delegado sin restricción alguna; en contraste, hay quienes afirman que, aunque la Constitución no prevea cláusulas pétreas expresas, esa facultad está supeditada a restricciones implícitas; es decir, la facultad de reformar la Constitución no autoriza su propia destrucción —la destrucción de su esencia—.
Esta disyuntiva conlleva, en primer lugar, analizar si esa facultad del constituyente derivado es equiparable a la que ejerce el constituyente originario, principalmente en cuanto a la posibilidad de cambiar el paradigma constitucional sin restricción alguna.
Pero, para ello, es necesario hacer una distinción analítica entre estos conceptos.
Análisis de los conceptos: constituyente originario y constituyente derivado
Una distinción inicial la realiza, de manera indirecta, Karl Loewenstein, quien clasifica a las constituciones en originarias y derivadas.1) Define a las primeras como aquellas que son creadoras o fundacionales del Estado,2 cuya elaboración y adopción prescribe la voluntad del pueblo soberano.3 Para el jurista alemán, la Constitución primigenia es un producto exclusivo del pouvoir constituant originario (poder constituyente originario);4 en cambio, las “constituciones derivadas” son las que han sido reformadas sólo lo estrictamente necesario,5 pero sin perder su identidad originaria.
Esas definiciones nos sitúan en un estrato ontológico que nos permite, principalmente, distinguir entre uno y otro concepto; sin embargo, esa primera aproximación no basta para comprender sus alcances prácticos. En efecto, para una mayor comprensión es indispensable abordarlos desde un enfoque epistémico; para ello, es necesario matizar y enriquecer esas definiciones con los aportes de otros pensadores.
Así las cosas, es oportuno acudir a la teoría de Emmanuel Sieyès. Su cosmovisión del constituyente originario pone énfasis en su carácter fundacional del Estado. Advierte que este es el origen de todo poder6) e identifica que no se encuentra subordinado a un ordenamiento jurídico preexistente; de ahí que el ejercicio de su poder sea ilimitado.
Desde un enfoque positivista, Hans Kelsen asume una postura similar en torno de la Constitución originaria. Reconoce su carácter fundacional y señala que es el fundamento inmediato de validez de cualquier acto jurídico posterior;7) empero, la validez de ésta únicamente se presupone de manera subjetiva a partir del hecho constituyente, evidentemente, porque no se sustenta en una norma positiva establecida de antemano.8
Aunque ambos autores reconocen que la Constitución no puede ser un ente estático, sino que requiere adecuaciones. Lo anterior no implica que, invariablemente, se requiera el ejercicio del poder constituyente originario; entonces, surge la posibilidad de que un poder constituido tenga facultades para reformar la Constitución —el constituyente derivado—. Pero, ¿esa facultad es equiparable al poder sin ataduras del constituyente originario?
Al respecto, Kelsen sostiene que enmendar una Constitución es labor del constituyente originario y, además, distingue esa facultad reformadora de aquella para la producción normativa ordinaria;9 sin embargo, advierte la posibilidad de que esas funciones se concentren en un solo ente.2
En cambio, Sieyès subraya que si esa facultad dimana de la propia Constitución, no puede considerarse que el poder delegado sea absoluto, ni equiparable al del constituyente originario —creador de la Constitución—, pues únicamente constituye una porción necesaria para mantener el orden social,10 esto es, suficiente para reformar la Constitución, pero incapaz de reinventarla.
Esa limitación del constituyente derivado no impide a la nación crear un nuevo Estado o una nueva Constitución —incluso antagónica a su antecesora—; pero el cambio de paradigma constitucional, la reinvención del Estado, es una potestad exclusiva del constituyente originario. Emmanuel Sieyès destaca que esa función no puede llevarse a cabo por el constituyente derivado11 y plantea que, en esos casos, es necesario establecer de manera extraordinaria un poder constituyente originario.12 La encomienda de este ente extraordinario solo es una: establecer una nueva Constitución;4 pero al ser un poder constituyente originario es capaz de remplazar a la nación sin ataduras al orden constitucional vigente.
No debe confundirse esa facultad extraordinaria con la exigencia constitucional para llevar a cabo un procedimiento de reforma, porque el constituyente derivado no deja de estar sujeto a las normas fundamentales vigentes. De manera similar, el autor francés sostiene: “Es fundamental reconocer que una representación extraordinaria no tiene nada que ver con una legislatura ordinaria. Son poderes distintos”.
De manera análoga, Carl Schmitt señala que no es lo mismo la función reformadora y el ejercicio del pouvoir constituant (poder constituyente).13) Aunque para el jurista alemán es un contrasentido que un poder constituido sea capaz de reformar la Constitución,14 reconoce la existencia de constituciones en las que se otorga esa facultad a través de un procedimiento regulado; sin embargo, recalca que, en esos casos, el constituyente derivado está limitado y sujeto a los principios constitucionales.
Entonces, no es permisible que al cobijo de una reforma constitucional formalmente válida se otorgue, en esencia, una nueva Constitución.15
Así, es posible distinguir las características conceptuales entre constituyente originario y constituyente derivado. Por un lado, el constituyente originario goza de un poder ilimitado y soberano, pues, paradójicamente, aunque es el fundamento de validez de toda norma posterior, ésta no tiene ataduras a algún ordenamiento jurídico previo. Su función va más allá del establecimiento de un orden constitucional. Más bien, su ejercicio implica el inicio o el reinicio del Estado a través del ejercicio de la voluntad popular —real o representativa—.
En contraste, el poder del constituyente derivado emana de la propia Constitución; por ende, está subordinado no sólo a los límites formales establecidos por el constituyente originario, sino a la esencia material de la Constitución. Aunque tenga la facultad de reformar el texto constitucional, debe mantener y dar continuidad al paradigma constitucional establecido por el constituyente originario. En otras palabras, su facultad reformadora atiende más a una función adaptativa de las dinámicas reales de poder, que busca evitar la ruptura y, en su lugar, fomenta la estabilidad del sistema constitucional, mediante ajustes que no requieran, necesariamente, la intervención del constituyente originario.
En ese contexto, es posible inferir que, contrariamente a lo que sostienen algunos actores políticos, las facultades del constituyente derivado, particularmente la función reformadora de la Constitución, no son equiparables a las del constituyente originario.
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Conclusión: la distinción entre reforma constitucional y decontitucionalización
Ahora, es claro que cuando una reforma a la Constitución no cumple con el procedimiento previsto para tal efecto, deviene inconstitucional; sin embargo, ¿qué sucede cuando se cumplen las exigencias formales, pero materialmente la reforma no busca preservar la identidad constitucional? De acuerdo con Carl Schmitt, una reforma de esas características implica la destrucción de la Constitución.16
En efecto, una vez que hemos despejado los límites de la facultad reformadora del constituyente derivado es posible sostener que la reforma de una Constitución no sólo debe cumplir con requisitos formales, sino que, al tratarse de una facultad delegada, debe atender aspectos materiales.
Entonces, cuando una reforma no preserva la identidad constitucional y, en cambio, soslaya los aspectos fundamentales de la Constitución, se trata de una decontitucionalización, pues, con independencia de que la Constitución prevea o no restricciones expresas, la reinvención constitucional sólo puede ser obra del constituyente originario.
Notas:- K. Loewenstein (1976), Teoría de la Constitución, trad. Alfredo Gallego Anabitarte, España, Editorial Ariel, p. 209. (Original en alemán, 1959.[↩]
- Op. cit.[↩][↩]
- Ibidem, pp. 160-161.[↩]
- Idem.[↩][↩]
- Ibidem, p. 209.[↩]
- E Sieyès (2019), ¿Qué es el Tercer Estado?, España, Biblioteca Omegalfa, p. 60. (Original en francés, 1789.[↩]
- H. Kelsen (1982), Teoría pura del derecho, trad. Roberto José Vernengo, México, Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 232-235. (Original en alemán, 1960.[↩]
- Op. cit., pp. 205-214.[↩]
- Supra nota 7, p. 234.[↩]
- Supra nota 6, p. 61.[↩]
- Op. cit., p. 67.[↩]
- Ibidem, p. 66-67.[↩]
- C Schmitt (2021), Teoría de la Constitución, trad. Francisco Ayala, España, Alianza Editorial, p. 151. (Original en alemán, 1928.[↩]
- Op. cit., p. 157.[↩]
- Ibidem, p. 158.[↩]
- Ibidem, p. 159.[↩]