La luz entra en cilindros por los ojos de buey al pequeño comedor de un yate donde estamos Neruda y yo sentados frente a una mesa de polvo mientras un gnomo que ostenta un lingam como un ariete baila alrededor de una mujer con tetas de gelatina.
Creo que este sueño lo indujo a este lío sobre si Pablo Neruda fue asesinado, que parece encantarle a algunos. El comedor es el de La Chascona, la casa que Neruda tenía en Santiago, que en efecto replica el de un barquito; la señora se escapó de “Agua sexual”, poema en que se habla de una que “es como un huracán de gelatina,/ como una catarata de espermas y medusas”; el polvo es México (por lo que se verá) y el gnomo tiene que ser el legendario sexólogo Osvaldo Quijada Cerda.
Llegué a Santiago en 1990 con la solemne misión de reanudar oficialmente las relaciones culturales con Chile, segadas desde 1974 junto con todas las demás. Yo tenía que viajar el 6 de abril a la Feria del Libro de Buenos Aires, dedicada ese año al ensayo literario, porque alguien en el gobierno decidió que Monsiváis y yo éramos ensayistas mexicanos representativos. Y unos días antes del viaje llegó la llamada misteriosa.
Era la Patria en persona. Me explicó que una semana antes se habían reanudado las relaciones diplomáticas con Chile y era imprescindible que un mexicano (sólo le faltó decir “el que fuera”) se manifestase ahí cuanto antes, para que los chilenos vieran que la cosa iba en serio. Se me dio a entender que una negativa estaba fuera de discusión. Así que de camino a Buenos Aires me detendría en Santiago (“está de pasadita”) y participaría en algunos “eventos” sobre la imperecedera amistad, etcétera. Me sentí fuera de circunstancias, pero la Patria dio la orden y procedí a cuadrarme en mi calidad de un soldado en cada hijo…
Miré desde el avión la Cruz del Sur en la noche morada y, al aterrizar, presentí el amanecer detrás de los Andes majestuosos. Me recibió el encargado de negocios ad interim, el embajador Jorge Chen, un tipo formidable. Él había llegado poco antes con el manojo de llaves que abrían la embajada y la residencia. Me puso en mi hotel, descansé un rato, luego caminé al palacio de La Moneda y escuché los tiros, y finalmente fui a una cafetería donde escuché a unas muchachas hablando como un alboroto de calandrias cantando en un traspatio.
Tendría que dictar una conferencia —que escribí en las rodillas, sobre el comercio entre los poetas chilenos y los mexicanos—; me entrevistarían unos periodistas, y asistiría a una cena formal en la residencia. Mi agenda secreta, claro, era Neruda. Chen consiguió que me dejaran visitar La Chascona, que recorrí sobrecogido de emoción y de reverencia. Luego tomé un autobús desvelado y llegué a Isla Negra, donde leí en voz alta el “Memorial”, y luego fui a Valparaíso, ese “puerto disparate”, donde comí mariscos fluorescentes mirando nadar a los pingüinos entre los cargueros.
¿Quién me contó que Neruda murió, de hecho, en territorio mexicano? ¿Que México había hecho valer no sé qué protocolo y que había logrado que la cama de la Clínica Santa María, donde agonizaba, y unos metros aledaños, fuesen legalmente territorio mexicano? ¿Que hasta había una banderita mexicana en el buró, irradiando protección y disuadiendo matones? Pero no recuerdo que en sus evocaciones el embajador Gonzalo Martínez Corbalá hubiese dicho eso…
Llegué a la conferencia con mi corbatita. Había una pasmosa multitud que no estaba ahí tanto para escucharme a mí como para que yo escuchase cuánto quería ella a México. Aplaudían el nombre de cada poeta y al terminar gritaron vivas a México y a Chile y a la amistad y a todo. Durante el brindis la gente improvisaba discursos y me pedía que firmara el programa; una señora me puso enfrente a un niño (que también traía corbatita) mientras le decía en calandria: “Mira, ete señior vinoe México, pú”, y yo miraba a Chen preguntando: “¿Qué es esto?”, y él se alzaba de hombros. Y me llevaron a cenar casi en hombros y ahí fue que conocí al doctor Quijada Cerda, carcajeante y malicioso, que a los postres me preguntaba a gritos las formas populares de referirse al pene en México (“el cura Melchor” le encantó) y a su vez me explicaba las chilenas pico, chafalote y chuzo.
Al día siguiente fuimos a la residencia. Había estado cerrada dieciséis años. Parecía guardar, intacta, la pesadumbre de los cientos de asilados que vivieron ahí. El tiempo detenido se desperezaba de mala gana entre muebles exhaustos y candiles fantasmales. Hubo quien murió ahí y hubo quien ahí nació, y el eco de sus voces se agitaba cuando Chen y yo abríamos a empujones las puertas trabadas por el polvo acumulado, abriéndonos camino por cuartos y corredores, como espeleólogos con nuestra lámpara sorda, iluminando aquí un juguete y allá un zapato, náufragos colapsados en un mar de polvo dormido.
Chen consiguió que una compañía de limpieza saneara el comedor, que era lo único para lo que había tiempo, y ordenó la cena y el servicio a un restaurante. Era importante que se sirviera en la vajilla oficial que hay en las embajadas, la que lleva el escudo nacional, que encontramos asombrosamente entera en un armario. Pero no hubo tiempo de reconectar la luz y los invitados —rectores, funcionarios, el obligado cura afable— comimos crema de espárragos a la luz de unas velas teatrales. Fue más bien lúgubre: el cordial presente luchando con el abatimiento pretérito.
Al día siguiente, no sin esfuerzo, venciendo cerrojos y postigos petrificados, logramos por fin abrir una ventana. El aire, inevitablemente nuevo, entró alzando pequeños remolinos y hable y hable, como Neruda, “Buenos días… ¿Puedo pasar?… Vengo llegando y te pido permiso para entrar en tu casa…”
Y entró, muy contento.