Putin siempre ha sido un hombre perverso. Los ejemplos de su diabólica crueldad sobran: desde los atentados terroristas que organizó en contra su propio pueblo para ganar su primera elección, hasta el bombardeo indiscriminado a hospitales y civiles inocentes en Siria. Pero en los últimos años su personalidad parece haber sufrido una transformación profunda.
Joe Biden
La trama es tan trillada, casi un cliché, que no sólo se repite constantemente en la vida real sino que, de Platón a Shakespeare, ha servido como base de innumerables obras filosóficas y literarias: el líder de una nación se vuelve adicto al poder y termina transformado en un tirano. Con los años va aislándose y apartándose del mundo real, al tiempo que se rodea de aduladores, lacayos y charlatanes con ideas delirantes, quienes le ayudan a construir una realidad alternativa y lo convencen de su propia infalibilidad y de que es el elegido de los dioses o de la patria para llevar a cabo una misión sagrada. Todo parece indicar que eso es precisamente lo que sucedió en los últimos años con el tirano ruso Vladimir Putin, y es muy probable que la pandemia haya acelerado ese proceso de degradación mental.
Putin siempre ha sido un hombre perverso. Los ejemplos de su diabólica crueldad sobran: desde los atentados terroristas que organizó en contra su propio pueblo para ganar su primera elección, hasta el bombardeo indiscriminado a hospitales y civiles inocentes en Siria. Pero en los últimos años su personalidad parece haber sufrido una transformación profunda. El antiguo Putin no acostumbraba escenificar operetas estalinistas para humillar a sus cortesanos, ni pronunciaba discursos televisivos incoherentes y destemplados. Pero, sobre todo, Putin solía calcular con precisión las consecuencias de sus crímenes, cuidándose muy bien de no cruzar ciertas líneas para no provocar una reacción de sus adversarios que pudiera poner a su régimen en peligro.
Pero la brutal invasión de Ucrania, emprendida el pasado 24 de febrero, cruzó todas las líneas imaginables y pasará a la historia como uno de los peores errores estratégicos jamás cometidos. El yerro es tan colosal que muy probablemente marcará el principio del fin del corrupto y sanguinario régimen putinista. E incluso si el ejército ruso logra arrancarle una victoria militar pírrica al feroz y valiente pueblo ucraniano (algo que cada día parece más improbable), Vladimir Putin ya perdió esta guerra, pues unió y fortaleció a sus enemigos en la OTAN y la Unión Europea, despertó a Alemania de su comodino sopor, restableció el papel de Estados Unidos como líder del mundo libre tras la pesadilla trumpista, y transformó a su país en un Estado paria y limosnero de China, aislado de la comunidad internacional y arruinado económicamente. Su desconexión absoluta con la realidad llevó al tirano ruso a sobrestimar su propio poder militar y económico, y a subestimar a sus dos rivales: el pueblo ucraniano y el poderosísimo mundo libre.
Sí, la megalomanía de Putin y el misticismo ultranacionalista que adoptó como la ideología de su régimen (inspirado en las ideas del pensador fascista Iván Ilyin y en los delirios del filósofo oficialista Alexander Dugin) lo convencieron de que Rusia era una “superpotencia” capaz de retar a Occidente y de restaurar el “glorioso” imperio ruso. En realidad, la Rusia del siglo XXI es un país lastimosamente mediocre. Su arcaica economía se limita a exportar petróleo, gas y un puñado de materias primas, y depende totalmente de importaciones tecnológicas occidentales. Antes de este desastre, su PIB era apenas del tamaño del de Bélgica y los Países Bajos, y las sanciones van a reducirlo significativamente. El 25% de los rusos no cuentan con drenaje y tienen que usar letrinas como en la era de los zares, un dato que expone el injustificable atraso del país y el fracaso doméstico del gobierno de Putin en toda su miseria.
Además, es importante recordar que el régimen putinista es una cleptocracia ultracorrupta. La minúscula élite gobernante que rodea a Putin se parece más a una pandilla criminal que a un partido político o a una junta militar. Los famosos oligarcas son prestanombres encargados de ocultar y administrar desde Occidente la fortuna obscena que el régimen le ha robado al pueblo ruso expoliando sus abundantes recursos naturales durante décadas. Una estratagema que irónicamente dejó ese botín mal habido a merced de la ira justiciera de Occidente. Pero la corrupción no es exclusiva de los altos jerarcas del Kremlin y los billonarios oficiales, sino que todo el sistema está agusanado. En el papel, el ejército ruso tendría que ser una maquinaria precisa e implacable, pero el ridículo que está haciendo en Ucrania reveló que el cáncer de la corrupción también está devorándolo desde las entrañas. Y para rematar, no podemos obviar el hecho de que Rusia es la Meca de la postverdad. Tanto el dictador como sus voceros y propagandistas mienten cada vez que abren las fauces, en lo pequeño y en lo grande, en lo importante y en lo insignificante, y el régimen lleva décadas bañando a su pueblo, y a buena parte del mundo, en las aguas negras de la desinformación y la propaganda. Y no hay ácido más corrosivo para el tejido de una nación que la mentira institucionalizada.
Así pues, bastaron un par de semanas para que el tirano ruso se estrellara contra el sólido muro de la realidad y descubriera que un país corrompido hasta la médula y con un PIB mediocre no puede tener un ejército de élite, ni mucho menos aspirar a ser una superpotencia. A estas alturas, lo único que impide que el régimen de Putin corra la misma suerte que la Alemania nazi y sea borrado de la faz de la Tierra por una coalición de verdaderas potencias, son sus ojivas nucleares, y sólo Dios sabe en qué estado estarán.
Pero la hibris (esa arrogancia desmesurada que los dioses griegos castigaban con mayor severidad que cualquier otra falta) no sólo impidió que Putin reconociera las enormes limitaciones de su propio país, sino que lo llevó a subestimar a sus enemigos, especialmente al pueblo ucraniano. En julio del año pasado el tirano publicó un largo e incoherente ensayo en el que “argumentaba” que Ucrania no era un país real sino un apéndice de la Madre Rusia y que la disolución de la Unión Soviética la había dejado “huérfana”. Y unos días antes de lanzar su demencial invasión repitió las mismas sandeces en un iracundo mensaje televisivo. El problema es que Ucrania no es una ficción urdida por Lenin sino un país muy real, con una historia riquísima que empezó muchos siglos antes de que unos monjes de Kyiv forjaran una alianza con Moscú apelando al mítico bautizo del vikingo Vladimiro, líder de los Rus. Y su moderno nacionalismo, que se remonta al siglo XIX y que estuvo a punto de lograr la independencia del país tras la revolución rusa, se ha consolidado en las últimas décadas gracias a los constantes ataques de la Rusia putinista.
Así es, nada ha templado el patriotismo ucraniano como estas dos décadas de ataques y complots constantes orquestados desde Moscú. Pues esta invasión, además de un crimen contra la humanidad, es el corolario de una larga campaña de desestabilización e intervencionismo ruso que ha incluido: el envenenamiento que le desfiguró el rostro al candidato presidencial proeuropeo Víktor Yúshchenko en 2004, el patrocinio de títeres prorrusos como Víktor Yanukóvich, la anexión ilegal de Crimea, y por supuesto la guerra del Dombás, en la que Rusia inventó un movimiento separatista en una de las regiones más prósperas de Ucrania y lo apoyó militarmente acarreando años de muerte y destrucción. Frente a todos estos ataques, el pueblo ucraniano ha respondido con coraje y dignidad, resistiendo militarmente (y en el proceso aprendiendo valiosas lecciones sobre cómo enfrentar a un enemigo más poderoso) y detonando revueltas cívicas victoriosas como la Revolución Naranja y el Euromaidán. Quienes hemos seguido de cerca esta saga, jamás dudamos de la sólida identidad nacional del pueblo ucraniano ni de su disposición a dar la vida por su patria. El inesperado y dignísimo heroísmo de su líder Volodímir Zelenski merece un texto aparte.
Pero los ucranianos no llevan dos décadas arriesgándolo todo para sacudirse el yugo ruso motivados solamente por su patriotismo. También están defendiendo un sueño colectivo: llegar a formar parte de la Unión Europea. Esto último es lo que más ha herido el delicado ego del zar desquiciado, pues mientras todos los países del vecindario se agolpan a las puertas de Europa soñando con pertenecer a esa entrañable burbuja de paz, libertad y prosperidad, Rusia no puede atraer ni a las moscas y tiene que masacrar civiles y bombardear países para integrarlos a su asfixiante “zona de influencia”. Lo cual nos lleva al otro enemigo al que Putin subestimó imprudentemente al emprender esta aventura criminal y suicida: el mundo libre. Y es que, para el inquilino del Kremlin, Occidente no es más que un imperio decadente y sin valores, espiritualmente corrompido por la abundancia y el libertinaje sexual (jamás dejará de sorprenderme la obsesión enfermiza del régimen putinista con la homosexualidad y su demonización de los desfiles de orgullo gay).
Como buen espíritu reaccionario, el tirano ve con horror la libertad, diversidad y pluralidad de nuestras sociedades y las considera bochornosas debilidades. Pues es incapaz de entender que esa vertiginosa, y a veces caótica, heterogeneidad es nuestra mayor fortaleza, y una fuente inagotable de innovación, creatividad y energía. El sistema democrático es infinitamente más fuerte que cualquier tiranía porque en lugar de reprimir y censurar, tolera y promueve la crítica, y al respetar la diferencia, libera el potencial de millones y millones de seres humanos (minorías, mujeres, misfits, nerds, etc.) que contribuyen con su talento al fortalecimiento de la comunidad. Sí, es verdad que Occidente se aburguesó y cayó en la autocomplacencia. Sus habitantes han vivido existencias tan cómodas durante tanto tiempo que dejaron de apreciar lo que tienen, olvidaron los sacrificios de sus mayores y las lecciones históricas que los llevaron a construir el orden liberal y democrático que Putin y otros tiranos tanto desprecian y sueñan con destruir, e incluso algunos movimientos intelectuales y políticos han convertido el vilipendio de los valores más sagrados de nuestra civilización en una moda masoquista y autodestructiva.
Así pues, el mayor problema de Occidente es que su éxito descomunal hundió en la amnesia y la frivolidad a una parte considerable de sus ciudadanos. Pero eso no le resta un ápice de fuerza y atractivo a sus valores, instituciones y principios. Y la prueba irrefutable de ello es que millones de seres humanos alrededor del mundo están dispuestos a arriesgarlo todo por vivir en sociedades libres y democráticas. Tan sólo en estos últimos años, los habitantes de Hong Kong, de Bielorrusia y de Ucrania han revitalizado nuestros valores sacrificando su vida y su libertad por ellos. E incluso dentro de la misma Rusia, el heroísmo de personajes como Alexei Navalni y los ciudadanos anónimos que se atreven a desafiar al régimen y a protestar contra la guerra, aunque eso les acarree golpizas y largas penas de prisión, nos recuerdan diariamente que nuestro estilo de vida es una conquista civilizatoria frágil y reversible, y que muy probablemente llegará el día en que tengamos que arriesgar la vida para defenderlo.
Desde hace aproximadamente una década, la tiranía rusa se convirtió en la Meca del neofascismo internacional presentándose ante las hordas ultrarreaccionarias globales como el último bastión de la virilidad, la raza blanca y los valores cristianos, y como el enemigo mortal del decadente y “afeminado” Occidente. No me sorprende que los intelectos más limitados del mundo se hayan dejado seducir por esa repelente y delirante narrativa. Pero lo que sí me sorprendió fue descubrir que Putin bebió su propio Kool-Aid y terminó convenciéndose a sí mismo de que podía retar impunemente al mundo libre, olvidando que detrás de esas sociedades libertinas y hedonistas y de sus ultrasofisticados, civilizados y perfumados líderes, hay un poderío militar, cultural y económico capaz de aplastarlo como a una mosca.
Sí, Putin está derrotado, pero eso lo hace más peligroso que nunca, pues no sólo puede cobrarle su frustración al martirizado pueblo ucraniano, torturándolo indefinidamente. Sino que también puede rescatar un empate apocalíptico de las garras de su humillante derrota. En los próximos meses, quizá años, una nueva generación, que no conoció la ansiedad de la Guerra Fría, descubrirá lo que es vivir bajo la espada de Damocles de un holocausto nuclear. Ojalá que los propios rusos se encarguen de su vesánico zar antes de que destruya a su país y al mundo, y que nuestra civilización emerja fortalecida de esta peligrosa prueba…