Seguridad, narcotráfico y derechos humanos

Estudié la preparatoria en una escuela pública en Reynosa entre 2011 y 2014. En aquel entonces, la guerra contra el narcotráfico del presidente Felipe Calderón Hinojosa había avivado el rojo con el que se pintaban las calles terrosas de la ciudad fronteriza. En ese entorno de inseguridad y violencia criminal, los recuerdos colocan al Río Bravo, al canal Anzaldúa y, en general, a las calles de la ciudad como el escenario de cruentos enfrentamientos entre fuerzas armadas y delincuencia organizada en los que más de una víctima inocente perdían la vida, en los que eran cotidianos los levantones y las desapariciones, y en los que el miedo carcomía lentamente la vida de las personas.

En la última década, la seguridad no ha mejorado; por el contrario, la violencia ha recrudecido y las víctimas han ascendido. Basta recordar —por no hacer mayor publicidad a los actos sangrientos con los que pretenden aterrar a la población— a Alejandro Arcos Catalán, alcalde de Chilpancingo que murió decapitado en manos de la delincuencia organizada (no como un hecho aislado) o la forma en que las personas han entrado en un estado de sitio en Sinaloa para sobrevivir. La violencia criminal y, en particular, la de los cárteles del narcotráfico, está presente en todo el país. En algunas regiones, sin embargo, estos grupos de poder han desbordado y reemplazado a los gobiernos locales que no se han coludido con éstos, llevando con ellos su poder de muerte a los espacios de toma de decisiones. En este contexto, algo se tiene que hacer. ¿Pero qué? ¿Seguir la lucha por la vía institucional, mejorar las políticas en materia de seguridad, legalizar el mercado de las drogas, organizar a la comunidad civil, continuar con los enfrentamientos que han cobrado tantas vidas, replantear la estructura del Estado modificando sus fundamentos y aprendiendo de otras experiencias? 

Esta edición no pretende brindar respuestas ni soluciones definitivas para resolver el problema del narcotráfico ni la violencia derivada de éste. Lo que sí pretende es presentar voces y plumas que lo han reflexionado y experimentado desde diferente lugares, para detonar en la persona lectora el interés por uno de los problemas que más aquejan al país y que no puede ser relegado al plano de la indiferencia o de la inacción a donde el miedo suele trasladar a las potenciales víctimas de la violencia, que en este país somos todos.

Además, por ser nuestra edición sobre derechos humanos, para este número preparamos, en coordinación con la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, un reportaje especial para ayudar a preservar la memoria sobre la cárcel de mujeres de Santa Martha que fue convertida, posteriormente, por presión de la comunidad de Iztapalapa, en un espacio para la educación y que fue testigo de uno de los episodios más terribles de la historia reciente del país: la guerra sucia. Agradecemos a Aurora Mata Castillo su apertura para exponer, por primera vez, el testimonio que aquí publicamos, así como a Patricia Bermúdez Cruz, José Alberto Benítez Oliva, Carlos Bravo Marentes, Rogelio Estrada Pardo, Víctor Salazar Leyva, Cecilia Pérez Pérez y Fátima Eiros Rosas Jiménez, quienes nos facilitaron el acceso al espacio, la información y el contacto con la ex militante de la Liga Comunista 23 de Septiembre.

Sea, pues, este mes de los derechos humanos, una oportunidad para pensar conjuntamente qué hacer —y cómo hacerlo desde el derecho— ante la oleada de violencia criminal que ahoga al país, que anula voluntades, que destruye la democracia y que impide el desarrollo de cualquier proyecto de vida.

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