En el agitado mes de junio, un juez federal ordenó la suspensión “de manera definitiva” de las corridas de toros en la Plaza México, luego de que una asociación civil que se llama Justicia Justa (es en serio) acusó a los toreros y a la afición de tratar a los toros de manera “degradante” (también es en serio). Recordé haber escrito alguna vez sobre ese asunto…
No sé nada de toros, aunque en una ocasión fui cornado por uno. Bueno, no era un toro toro sino una cabeza disecada de toro, enorme, ingeniosamente puesta en el manubrio de una bicicleta que sirve para que lo toreen los estudiantes de matador que se reúnen en los Viveros de Coyoacán. Pues iba yo caminando de prisa y di la vuelta hacia una vereda por la que venía hecho la madre el toro bicicleta. Traté de hacerle una chicuelina pero fue en balde, pues me cornó, volé por los aires, mordí el polvo, apenas fui salvado por los subalternos, no amerité cirugía en la femoral y recibí una oreja.
Desarrollé una aversión instintiva contra la fiesta brava cuando un toro cogió al torero Capetillo en la televisión de casa de mis abuelos. Eran las cinco y media en punto de la tarde, claro. El torero cayó muerto en blanco y negro, en vivo y en directo, y con narración de don Pepe Alameda, que no era mal poeta. La imagen de aquel toro zarandeando al torero, con la tripas saliéndoseles como la cuerda de un yoyo, fue muy impactante. Pero lo que verdaderamente averió mi susceptible alma infantil fue ver y escuchar a mi madre y a mis tías soltando alaridos como las troyanas y poniéndose un luto inmediatamente pavoroso. Trauma total y definitivo: no toros para mí, punto.
Lo que me hizo congraciarme con el toreo fue una escena memorable que vi años más tarde también en la tele. Resulta que hay unos toreros que cuando van a colocar las banderillas las parten a la mitad para duplicar el peligro del lance. Bueno, pues en la tele se vio a este torero pedante haciendo todo el ritual: se acerca a la barrera, enseña las banderillas al público y hace una torera y lenta vuelta melodramática. La afición lo anima con oles y oles. El torero toma entonces los extremos de las banderillas y las quiebra contra la barda, pero con tan mala fortuna que, por la inercia del golpe, las puntas afiladas siguen su trayectoria y se le clavan al torero en aquella zona de la anatomía viril que se llama afectuosamente “los zebedeos”. El matador, que un minuto antes se meneaba como una diva, acabó en cuclillas buscando la enfermería. ¿Cómo se llama esa suerte? La testiculina. Son pocos los matadores que se atreven a ejecutarla. Es más difícil aún que la suerte de don Tancredo, que consiste en pararse en un banquito frente a la puerta de toriles para que cuando la abran salga el bicho, enfilado directamente hacia el valiente pendejo cuya única defensa es quedarse muy quieto de modo que el toro crea que es una estatua de piedra.
Una vez nada más fui a una plaza, la de Querétaro, también hace muchos años. Un tío tenía boletos para una encerrona de algún torero obviamente llamado Manolo. Era muy extraño estar ahí entre mexicanos que bebían vino en botas y fumaban habanos y decían hombradas. Pues salió el primero de la tarde, sin bicicleta abajo, y corrió y retozó y los subalternos le decían leperadas para azuzarlo. Luego se apareció el tal Manolo que mostró al público, con evidente orgullo, sus nalgas y sus zebedeos. Todo iba bien hasta que salió el señor de a caballo y le metió la lanza en el lomo (al toro). El “bicho” (como decían los señores de los habanos) se convirtió en media tonelada de mugidos atroces y adoloridos. La plaza se llenó del olor a su sangre y, ni modo, me desmayé ipso facto. Fue muy bochornoso, pero debo decir en mi descargo que se debió a que el de la sangre es un olor que conozco demasiado de cerca…
Y ahí estaba todo el mundo gritando oles y oles y yo estaba espectacularmente desmayado sin que vinieran al quite los subalternos ni que a nadie le importase un bledo. Cuando volví en mí logré salir de la plaza, como Kate Winslow, la inglesita sensible de la novela de Lawrence, La serpiente emplumada. Ahí iba yo, saliendo a trompicones, pálido y desencajado, entre los aficionados a la fiesta brava que me gritaban cosas como “gringo pendejo”.
Fea cosa. Pero de ahí a que vengan los gobiernos y los defensores de los derechos animales y traten de acabar con una tradición en nombre de no sé qué ilustración de la buena conciencia, hay un buen trecho. ¿Cómo destruir una tradición milenaria así nomás? Supongo que no tardarán tampoco en exigir que se prohíba la ópera Carmen porque incita al crimen de admirar a los toreros. Y, claro, hay tenores que están para el arrastre, pero nadie quiere prohibir la ópera. Quizá la idea de prohibir la fiesta es una fantasía de controlar siquiera una forma de violencia entre las muchas que padecemos…
El mismo gobierno que puede aniquilar la tauromaquia es el que permite la venta de especies amenazadas en el mercado de Sonora. En un país de millones de solovinos astrosos, gatos emaciados, hámsters sin corazón, cocodrilos bolseados, sólo se defiende a los toros. Tucanes presos, víboras-corbata estilo Hank Rohn, martas, chinchillas desolladas, pericos, tarántulas y lemures secuestrados; delfines cirqueros, tortugas abortadas, el cotidiano sacrificio de perros en las calles… No, nada de eso importa: sólo los toros.
No entiendo por qué linchar cada año a un inocente en Iztapalapa es “patrimonio cultural de la humanidad”, y la tauromaquia, un agravio a la humanidad (que debe ser la misma). Respeto el derecho humano del toro a ser elegantemente aniquilado en la plaza mientras lucha. ¿Qué puede haber más interesante que encontrar la manera correcta de disponer de un toro? En la plaza de toros son toreados un centenar de toros de lidia al año, pero en el rastro electrocutan a mil diariamente, incluyendo los domingos. Pero la buena conciencia es una industria en expansión. Sólo en México: se prohíben las corridas de toros, pero se permiten las corridas de peseros y tractocamiones que matan no toros, sino gente, aunque sea gente sin chiste ni plusvalía política. En lugar de las corridas de toros habría que prohibir los maratones, inhumanos, crueles, aburridos y contaminantes.
“Es que a los toros les da miedo que los maten”, dicen los críticos de la fiesta. Pues sí. ¿A quién no? Bienvenidos a la realidad, toros. ¿Indefenso el toro? Mírale los pitones a ese “huracanado luto” —como describe Octavio Paz a un miura— y dí si está indefenso. Indefensos los pinches pollos Kentucky y nadie les tiene lástima. Nadie se irrita por la explotación y el abuso de que son víctimas los gorriones que sacan papelitos de la suerte en las plazas, en jornadas de diez, doce horas, sin IMSS ni nada. ¡Libertad a los gorrioncitos sacapapeles! ¡Ahora! ¿Y los ostiones? No hay creatura más prodigiosa que un ostión y nadie los protege de morir luego de darle la vuelta a la plaza de la boca. Una vez me comí un ostión divino, un Colville Bay Green. Ni Lewis Carroll se comió un ostión de esa magnitud. La gente gritaba: “¡Ostionero, ostionero!” y pedimos el indulto, pero en vano (qué bueno). Le hice una faena gloriosa a ese ostión. Qué trapío. Tres vueltas al paladar. Arrastre lento por el gañote. Laus Deo. Fue un ostión muy noble. Lo mandé disecar y desde entonces su cabeza decora mi biblioteca. (Si alguien dice que no es lo mismo un ostión que un toro se le acusa de racismo y de clasismo y a otra cosa.)
Los toros que me interesan andan por los campos y las plazas de la poesía. De llegarse a terminar con esa tradición, ¿qué sucedería con el vocabulario taurino y con la inconmensurable riqueza cultural de la tauromaquia? Habría que prohibir los cuadros de Goya y los de Picasso, y tanta literatura, como la Historia del ojo de Bataille, y los pasodobles de Agustín Lara… Esas obras de arte ¿atentan contra los derechos de los toros? Una vez Rafael Alberti escribió en defensa del derecho del toro a ser toreado:
Y cuando atravesada
siente el toro su vida,
piensa que la corrida
vale bien una espada…
Y Jorge Guillén, en defensa del derecho de las personas a aprender la lección:
No es una mera frase cortesana:
el hombre entero afronta siempre
al toro con peligro mortal.
Así se afana…
En fin, que estoy en contra de que usted mate al toro, pero defenderé hasta la muerte su derecho, su gusto, su necesidad freudiana de matarlo. Ya sé que no se me concederá el indulto.