Una de las grandes discusiones surgidas después de la reforma constitucional del 10 de junio de 2011 es la relativa a la jerarquía entre Constitución política y tratados internacionales en materia de derechos humanos. Gustavo Garduño Domínguez llega a una importante conclusión al respecto.
Durante varias décadas, la doctrina y el foro jurídico en México han dedicado numerosas oportunidades para debatir sobre la jerarquía normativa nacional, así como muy extensas reflexiones sobre el lugar que deberían ocupar la Constitución y los tratados internacionales en nuestro sistema jurídico. No obstante, cabe preguntarnos si esa cuestión ha sido abordada adecuadamente, pues en apariencia ya están dadas las respuestas.
La tensión entre esos ámbitos normativos está aparejada con las innumerables dificultades que provoca la aplicación del Derecho internacional público en el seno de un Estado. La insuficiente difusión del contenido de las normas convencionales entre sus destinatarios y la desconfianza de las autoridades nacionales hacia el Derecho supranacional, así como la percepción de que los tratados internacionales son inferiores a las constituciones, son algunas causas de la resistencia para el cumplimiento de los respectivos acuerdos.
En un escenario como el descrito, resulta esperable que los Estados adopten una posición defensiva hacia sus normas, basándose muy frecuentemente en la supremacía constitucional, uno de los dogmas que sostiene a cualquier sistema jurídico nacional, así como una de las condiciones para la existencia de la teoría del control de regularidad. No obstante, esa reacción, pretendidamente fundada, puede implicar responsabilidad internacional para el Estado involucrado, pues implica la violación de dos cláusulas fundamentales del Derecho internacional; a saber, el principio pacta sunt servanda y la prohibición de incumplir el Derecho convencional invocando como argumento las disposiciones nacionales. Así se ordena, respectivamente, en los artículos 26 y 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados.
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En México, el divorcio entre las normas nacionales y convencionales se puede ejemplificar con tres ejemplos paradigmáticos: el expediente varios 912/2010, la celebérrima contradicción de tesis 293/2011 y el expediente varios 1396/2011, todos conocidos por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En esos asuntos, a pesar de sus diferencias específicas, la cuestión fundamental radicó en definir el peso específico que poseen las normas nacionales y convencionales en nuestro sistema jurídico, sin considerar la primacía de los artículos 26 y 27 de la Convención de Viena ya mencionados.
Ante un argumento como el anterior, podría parecer que son injustificadas las dudas sobre cómo podríamos hacer prevalecer nuestra Constitución —y las restricciones que establece a los derechos humanos— frente a los tratados supranacionales, pues, en sentido estricto, el Derecho convencional impera frente a las normas internas. Naturalmente, una realidad tajante como esa es causa de muchas dificultades en las relaciones internacionales, pues descarta la posibilidad de articular las esferas jurídicas de múltiples niveles y deja en una situación de conflicto perenne a las normas nacionales —como las constitucionales— con las internacionales.
En ese contexto, parecería que la conciliación entre los órdenes normativos mencionados es imposible; sin embargo, es necesario considerar que la obligatoriedad de las normas supranacionales debe adecuarse a la realidad doméstica, para evitar un indeseado efecto pendular: que con el ánimo de cumplir los acuerdos supranacionales se imponga un internacionalismo arbitrario, desconsiderado de las circunstancias locales, casi displicente respecto de las autoridades nacionales.
¿Qué tenemos que hacer entonces frente a esa rivalidad que se antoja inevitable e irremediable? Hay varias soluciones; una está en manos de las autoridades nacionales y la otra es competencia de los órganos internacionales. Veamoslas brevemente.
La primera es sumamente simple: requiere que los Estados se abstengan de celebrar tratados que vayan en contra de su Derecho interno, o bien, que asuman su obligación de cumplirlos porque, como cualquier otro acuerdo, una vez firmados, tienen que ser obedecidos en los términos que voluntariamente se expresaron. De ese modo, no vale afirmar, como hemos intentado en México a través de algún criterio judicial, que el principio de supremacía constitucional está resguardado en el Derecho internacional, específicamente en el artículo 46 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados.
La segunda solución consiste en exigir a los órganos internacionales que concedan a los Estados un margen de apreciación. Este principio consiste en permitir que las autoridades nacionales interpreten los tratados de manera adaptativa a su contexto —casi siempre turbulento y alejado de la teoría desde la que se celebran los acuerdos internacionales—. La aplicación de esa herramienta, que naturalmente no es una licencia para incumplimir el Derecho supranacional, llevaría a que la relación de los Estados con las normas convencionales fuera más armónica.
Es necesario tener claridad: la defensa del orden jurídico nacional es una función que los Estados pueden efectuar legítimamente sin incumplir el Derecho internacional, pero la forzada dicotomía entre rangos normativos y, sobre todo, la preferencia del Derecho doméstico sobre el convencional es una muestra de reticencia y falta de voluntad para cumplir los compromisos —o, mejor dicho, las obligaciones… que se han contraído a nivel internacional, y eso puede provocarnos muchos problemas que podemos y debemos evitar.