Un Vasconcelos heterodoxo. El largo instante del incendio

Manuel de J. Jiménez leyó este texto en la presentación del libro que se celebró en el auditorio Gabino Fraga de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México el 19 de agosto de 2024.


Cuando me enteré que Rafael Mondragón estaba escribiendo un libro sobre José Vasconcelos, pensé en sus motivos. Parecía que un intelectual así, institucional e incómodo en nuestra tradición de izquierda, era contrario a lo que Rafa solía estudiar y leer. En aquel momento Rafa era mi tutor de doctorado y me habló con interés de la tesis de licenciatura que Vasconcelos había presentado en 1905 en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, donde expone una visión naturalista y epicureísta del fenómeno jurídico. Este trabajo no me era ajeno pues ya había revisado algunas tesis de los ateneístas debido a mi interés particular por Julio Torri. Aunque Pedro Henríquez Ureña representaba el magisterio y la lucidez del grupo, se puede imaginar que Vasconcelos representó una suerte de pater familias político-jurídico; por ejemplo, cuando en el despacho legal de “Pepe”, en diciembre de 1920, salvó a Julio Torri de no contestar una demanda hipotecaria. Después, como todos sabemos, Vasconcelos tendrá una carrera brillante como funcionario público, al grado de que llegó a ser candidato presidencial. 

Para Rafael Mondragón, cada quien tiene un Vasconcelos en su mente y en su corazón. Pienso en aquellos que lo ven desde la perspectiva institucional, como creador de nuestro lema universitario, o como el forjador de la Secretaría de Educación Pública, otros cuantos como el viejo intelectual con afinidades nazistas de El Timón. En este punto, Rafa suele emplear el adjetivo “cansado”, que le he escuchado usar para intelectuales y académicos cascarrabias o de ideas inamovibles por la edad. En fin, para él, Vasconcelos “es parte integrante de la cultura de izquierda de México. Sus amigos y colaboradores son un conjunto disímil de feministas, disidentes sexuales, militantes estudiantiles, profesores iluminados, anarquistas, comunistas y místicos heterodoxos”. De suerte que al parecer el vasconcelismo es más grande que su propio líder; es decir, el rumbo que tomaron sus integrantes fue disímil y rico para la vida cultural y política del país. Pienso en Carlos Pellicer, Eulalia Guzmán, Mauricio Magdaleno o Bustillo Oro. También es preciso contemplar la tragedia, como el asesinato de Germán de Campo y la masacre de Topilejo, que llevó a Vasconcelos a navegar con una brújula descompuesta entre el dolor y el resentimiento. 

En una entrevista Rafael ha dicho que el libro es un “hervidero de voces” ya que la imagen de José Vasconcelos no tiene siempre la centralidad en la narración que el autor nos cuenta; todo lo contrario, pareciera un libro que teje una red de personajes que tuvieron una relación —a veces significativa o a veces pasajera— con el nacido en la capital oaxaqueña: el niño que sufrió discriminación escolar en Estados Unidos y el joven letrado que leyó el Ariel de Rodó y algunos libros orientales cuando era estudiante de leyes en una Ciudad de México que vivía los últimos años de la pax porfiriana. Me atrevería a decir que el libro se preocupa más por trenzar esas redes y esos imaginarios intelectuales, hilando historias femeninas como la de una valerosa Gabriela Mistral, de una revolucionaria Elena Arizmendi y de una maltratada Antonieta Rivas Mercado. Estas son digresiones calculadas que permiten redondear la estampa de la figura pública. Se trata de dar cuenta de un movimiento común que pasó de epopeya a campaña y de campaña a cruzada. Al final, como sabemos, Vasconcelos se queda solo, rumiando sus dolores, justificando contradictoriamente su historia personal y la historia nacional, creyendo en teorías “conspiranóicas” que debían ser contrarrestadas con el totalitarismo y el racismo. 

No he leído las obras completas de José Vasconcelos. Me consta que Rafael Mondragón sí las leyó en la colección Laurel de Libreros Mexicanos Unidos. No obstante, me he acercado a algunos textos, como La raza cósmica (1925) y el Ulises criollo (1935), quizás sus libros más populares. Al igual que Rafael, la figura de Vasconcelos sí me ha interesado, entre otras cosas, por el broche del auténtico intelectual en el poder, comentado por García Cantú y Gabriel Careaga o por el recorrido crítico que hace Martha Robles de sus atormentas memorias en Entre el poder y las letras (1989). El libro de Mondragón es un “ensayo biográfico sobre José Vasconcelos”, cuestión que resultaría ardua si se atendiera a todas sus épocas y su autobiografía pentagónica: Ulises criollo (1935), La tormenta (1936), El desastre (1938), El proconsulado (1939) y La flama. Los de arriba en la Revolución, historia y tragedia (1959). Haciendo a un lado su obra filosófica, esta hipergrafía muestra un cultivo del ego pero también detalla una explicación de la historia mexicana de la primera mitad del siglo xx y una argumentación del fracaso revolucionario. En El largo instante del incendio, oxímoron pelliceriano, hay tres momentos fundamentales para entender la polifacética figura: 1) El Vasconcelos estudiante, 2) el Vasconcelos rector universitario y secretario de Educación y 3) el Vasconcelos candidato y líder del vansconcelismo. 

El libro de Rafael Mondragón Velázquez es, desde mi punto de vista, una historia intelectual del personaje José Vasconcelos, hombre de ideas y acciones, preso de relámpagos de lucidez, que al final fue devorado por sus demonios y sus fracasos. El autor baja del pedestal a la figura institucional, le quita el envoltorio sacro y toca al ser humano de carne y hueso. Busca hablar con él, “conversar con los muertos”, como en el Siglo de Oro lo harían Quevedo y Gracián. Desacraliza a José Vasconcelos, pero no para hacerlo mundano y corriente, sino para recalcar su pasión y su fuerza: puntear una estela radiante. En ciertos momentos, sin justificar al personaje, intenta ponerse en sus zapatos o, por lo menos, esclarecer un poco sus contradicciones, retomar las consecuencias de la violencia y salvar a fin de cuentas la aventura discursiva que supuso la puesta en marcha del movimiento vasconcelista. De suerte que el “vasconcelismo” sería un concepto susceptible de cambio en la historia de las ideas político-culturales de nuestro país. Esto se debe a que el movimiento tuvo fines insospechados que rebasaron las intenciones del líder, cultivando a la postre las tradiciones de la izquierda mexicana. Esa reescritura del vasconcelismo es tan necesaria que al final Rafael Mondragón confiesa lo siguiente: “Un bibliotecario de provincia me convirtió en vasconcelista”. Sin ser un homenaje, Mondragón Velázquez empatiza con José Vasconcelos. El resultado del proceso de escritura puede mostrarse como una advertencia para no dejarse ganar por la amargura y la soberbia. La trayectoria intelectual de Vasconcelos le recuerda el deber “de no caer en la trampa del resentimiento” y “honrar la vida y sus regalos”. Al inicio de este texto me preguntaba por los motivos de Rafa para escribir este libro. Todavía me falta mencionar la anécdota del bibliotecario que no permitía que los alumnos tomaran los libros porque no iban a entenderlos. Este personaje fatalmente se asumía como el portero gruñón de la república letrada y con ello un violentador de los derechos culturales. Ese viejo vasconcelista fue Luis Azpe Pico, profesor de etimologías grecolatinas de la Preparatoria Pereyra de Torreón. De algún modo, gracias a él, Rafa se volvió lector para después convertirse en profesor de literatura. Al día de hoy, sigue pagando la lectura furtiva de esa primera novela de Faulkner. Con El largo instante del incendio, ese adolescente preparatoriano le mostró al “cansado” profesor que él “también podía” leer y escribir a su manera sobre la vida del admirado prócer. Al final, quizás Azpe Pico no leyó este libro, pero queda para todos nosotros esa historia sobre las fatídicas y renovadoras consecuencias de la búsqueda del poder.

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