Desde la Roma clásica hasta el México actual, es negativa la percepción que permea al imaginario colectivo sobre quienes ejercen la abogacía. A partir de un texto publicado en The Lancaster News en 1915, Estados Unidos, David F. Uriegas, historiador y miembro de este equipo editorial, presenta una visión aún vigente sobre la figura del abogado y se inserta en la importante discusión sobre cómo se debe ejercer la profesión.
La cobardía, escribía Goethe, sólo amenaza cuando está a salvo. Ser cobarde, aludiendo a la figura del animal que, ante una condición de vulnerabilidad, esconde su zona genital con su cola, es establecer una interposición, construir alguna suerte de barrera que defienda la fragilidad con la que se está ante el mundo. Poco importa, tal vez, de qué esté hecha, siempre y cuando ésta cumpla con su propósito. Pero me parece que la cobardía del animal encierra en su imagen una connotación aún más compleja: la evasión de una penetración violenta o, quizá, el gesto que protege la imposibilidad de reproducirse. En todo caso, la cobardía es un mecanismo útil para la supervivencia.
No es poco lo que hemos referido. Después de todo, es fácil volver los ojos hacia la escena política (sí, la escena) y desentrañar, a través de la percepción pública, a múltiples cobardes que se desempeñan como maestros de la ilusión. Algunos —por no errar y llamarlos ellos— se esconden y se muestran mágicamente a través de los fantasmas de su más ingeniosa invención. Señores del disfraz, tramadores de ficciones, aduladores y llorones, “¡sí, los cobardes son astutos!” —escribió Nietzsche—, aquellos que, en su más profunda ansiedad y delirio, pagan las bondades con daños encubiertos. Así habló Zaratustra.1
Pero la realidad es que esta expresión de lo cobarde no se reduce al político, sino que habita y atraviesa, tensamente, la figura de aquellos que —como ha escrito Tito Garza en su reciente libro No estudies Derecho (2023)— se desempeñan como abogados. Sin duda, las imágenes que se encierran en el estereotipo de estos operadores sugieren un múltiple juego de adjetivaciones que difícilmente pueden encerrarse en una metáfora. Ellos… algunos… ¡muchos!, son astutos, maestros de la elocuencia e invocadores de fantasmas. Ante la urgente necesidad por aniquilar quimeras y restituir la brecha que estas astucias han ocasionado con respecto al ciudadano ordinario, ¿cómo revertirlo?, ¿qué clase de entendimiento podría otorgarle la absolución cultural a un grupo tan lastimado?, ¿qué suerte de sentido podríamos construir para repensar el presente?
El 19 de octubre de 1915 The Lancaster News2 —un viejo periódico estadounidense fundado en 1852 en Carolina del Sur— publicó una breve columna firmada por Fountain Inn Tribune titulada “A Cowardly Practice”. Posiblemente escrita por Ford Todd Cox y Robert Quillen, los autores realizaron una crítica al poder, a la participación y a la influencia de los abogados dentro del poder político estadounidense de su época, señalando algunas de sus “despreciables” cualidades —como el abuso de prisioneros y testigos– y destacando su astuta cobardía al esconderse detrás de la autoridad de los tribunales. Ante esta inconformidad, Cox y Quillen culminaron su columna defendiendo la validez de la disidencia política cuando la ley, la democracia o la justicia no son honorables y respetables.
La nota de Cox y Quillen —que más adelante presentamos entera— por momentos pareciera articularse como un eco de nuestro tiempo y, en ese sentido, no sorprende con alguna novedad. Hacia el primer cuarto del siglo XX, en Estados Unidos no sólo figuraba una percepción negativa hacia los abogados, sino dinámicas de poder e ingenio que reafirmaron la desconfianza hacia el gremio y, en consecuencia, acrecentaban la brecha que hoy busca restituirse con la ciudadanía. Abogados como la ministra Margarita Luna Ramos y Víctor Oléa, por ejemplo, han expresado para esta revista y otros foros la importancia de dignificar la profesión, restituir su credibilidad y construir mecanismos que garanticen su profesionalismo ético —como la colegiación obligatoria—. Por otro lado, figuras como el ministro en retiro José Ramón Cossío también han señalado el peligro que subyace en el diálogo con el poder político y la distorsión que ésta podría generar al romper con una distancia necesaria para una correcta operación. Esto, por supuesto, se trata de otra historia…
Resulta interesante observar, sin embargo, que, de forma paralela a nuestro tiempo, el abogado fue objeto de discusión pública en Estados Unidos hacia finales del siglo XIX y principios del XX. Como puede encontrarse reiteradamente en múltiples periódicos de la época, el descontento era generalizado y atravesaba diversas esferas del ámbito público. El predicador Jo McDill, por ejemplo, en un sermón publicado en Kansas Agitator en septiembre de 1903, denunciaba la hipocresía de los abogados y establecía un símil entre ellos y los escribas y fariseos bíblicos: “La única clase de gente que Jesús denunció fue la clase hipócrita”. En el contexto prohibicionista, del auge de las mafias, de una supuesta protección hacia este grupo y de la injusta incriminación hacia las comunidades de color, McDill resaltaba la degradación de algunos abogados, quienes envilecían figuras honrosas como la de sus Founding Fathers: “Los abogados obstruyen y derrotan la legislación reformista. Los abogados controlan los tribunales, y si algún criminal escapa de castigo, los abogados son los culpables. Los abogados lideran los partidos políticos y moldean la legislación. La avaricia y la ambición predominan en la mente legal”.3
La cercanía de los abogados al poder político y las dinámicas que alimentaron su mala reputación en este tiempo, por supuesto, no pueden desentenderse de su contexto. El proceso de consolidación y unificación nacional posterior al término de la Guerra Civil en 1865 y el desarrollo infraestructural sin precedentes de la Gilded Age que caracterizó el último cuarto del siglo XIX, fue un proceso de expansión y crecimiento que, al mismo tiempo, construyó condiciones para la desigualdad y el descontento social. Particularmente fue un tiempo, también, en que los ojos de Uncle Sam comenzaban a posarse sobre una nueva frontier fuera del continente, desatendiendo, a su vez, asuntos internos de malestar y corrupción que los movimientos progresistas y reformistas buscaron denunciar y poner en evidencia.4
El poder mediático, por supuesto, desempeñó un papel importante y no frenó en reparar en la ausencia de los abogados, en su distanciamiento con respecto a la realidad social y en el creciente fenómeno de linchamientos entre la sociedad civil, que comenzaban a hacer justicia por su propia mano. El caricaturista Frederick Opper, por ejemplo, evoca precisamente este fenómeno en una de sus viñetas publicada en la muy reconocida revista neoyorkina de sátira política Puck en 1883: Lady Justice está sin empleo, cubierta de telarañas, a merced de las ratas, en abandono. La imagen detona preguntas: ¿dónde están los abogados que, en su ausencia, se hacen presentes?, ¿están escondidos en su cobardía?5
Entrado el siglo XX, las denuncias, la sátira visual y la observancia reformista no cesaron. El 31 de mayo de 1916 The Abbeville Press and Banner retoma precisamente una discusión en la que se cuestiona la idoneidad no de los abogados sino de banqueros, mercaderes y granjeros en los aparatos de representación política y en los cuerpos legislativos. La polémica que allí relucía, por una parte, consistía en la falta de entrenamiento que estos otros gremios tenían en lo que concierne al arte de la elocuencia y, a su vez, en la falta de representación social ante una situación elitista que impedía a otros sectores acceder a la toma de decisiones y a la formulación de leyes. La aceptación de banqueros, mercaderes y granjeros en estos aparatos suponía una afrenta que “mantendría ocupados a los abogados por más de una década”,6 situación que —inferimos— habría entorpecido los intereses de los abogados en el seno político.
Si bien es cierto que la percepción negativa del abogado se ha nutrido en la historia cultural de Occidente y que es posible rastrear y establecer esta cercanía del abogado con el poder político a través de la figura excluyente del arkheîon griego, en su facultad de articular e interpretar leyes ‑como sugiere Derrida—,7 lo cierto es que también este pedazo de historia contemporánea insinúa la emergencia de un abogado particular.
En 1951, el historiador William Miller, en un artículo publicado en The Yale Law Review,8 precisamente observa la transformación de los businessmen y de los abogados ante las regulaciones jurídicas y administrativas que comenzaron a implementarse hacia finales del siglo XIX. Miller observa que, en efecto, durante ese tiempo no las había, por lo que su existencia e imposición se inscribió como una condición para que los businessmen comenzaran a construir vínculos más estrechos con abogados dentro de la función pública. De esa manera garantizaban esfuerzos que estaban siendo entorpecidos. De hecho, señala Miller, la necesidad por estos abogados fue tal, que las empresas comenzaron a destinar recursos para los cuerpos jurídicos in house y, a la vez, a crear un nuevo mercado que hizo posible la independencia del abogado y su aparición ahora como hombre de negocios.
Este proceso sugiere otra forma de alejamiento. El jurista Michael S. Ariens, por su parte, observa precisamente cómo es que, en esta época, los abogados estadounidenses se alejaron de los pilares que hacían de ellos figuras honorables y de autoridad. Los abogados perdieron su credibilidad como oficiales de la Corte, adoptando una visión clientelar por encima de la verdadera procuración de justicia: “Una vez que la práctica legal de élite cambió de la defensa a la práctica de oficina, sin embargo, el concepto del abogado como ‘oficial de la Corte’ perdió su significado original”.9
Frente a lo anterior no es nuestro interés concluir que el abogado es, por naturaleza, un ser cobarde que se esconde tras las leyes, la tribuna o el cliente, sino reconocer, históricamente, las condiciones que nutren y configuran sus estereotipos a partir de condiciones vinculadas con contextos y procesos de los que han formado parte. Hay una imagen superviviente que vale la pena contemplar en el tiempo.
Dicho esto, los dejamos con la nota de Cox y Quillen que, a continuación, compartimos completa:
Probablemente nueve de cada 10 leyes establecidas en los libros de leyes en este y otros estados son escritas y aprobadas por abogados profesionales. En este y otros estados los abogados son un equilibrio de poder, si no una mayoría en el cuerpo legislativo.
Esta condición no debe ser aceptada como prueba de que los hombres que practican el Derecho son los únicos capaces de hacer leyes. Tal no es el caso, ni la gente, en su conjunto, considera a los abogados como los superiores mentales y morales de otros hombres.
Los abogados superan en número a los hombres de otras profesiones en los cuerpos legislativos simplemente porque los abogados se apresuran a donde otros no tienen tiempo de pisar. Un joven abogado se presenta para el Legislativo como un anuncio y obtiene el valor de su dinero. El abogado mayor puede tener motivos menos dignos, o puede ser realmente patriota. No importa cuál sea el motivo que los impulse: los abogados se dedican a la política de forma natural e inevitable, como un pato se adapta al agua. Y como los abogados pueden ocupar cargos públicos sin descuidar en gran medida sus negocios privados, y como los hombres capaces de otras profesiones no pueden hacerlo, los abogados ofrecen sus servicios, se reparten los trabajos entre ellos y promulgan leyes para regular otras profesiones y llamados.
Naturalmente, pocas o ninguna ley se aprueban que tiendan a reducir las tarifas o interferir con los privilegios de los abogados.
Algún día, sin embargo, habrá una revulsión de sentimiento, y los hombres de otras profesiones tendrán el equilibrio del poder para hacer leyes…
Cuando llegue ese día, la primera ley aprobada será una diseñada para proteger a los testigos y prisioneros del acoso de los abogados.
Algunos abogados, por supuesto, son caballeros. Pero en una carrera periodística bastante variada que ha requerido mi asistencia a muchas sesiones de la Corte con el propósito de obtener información, puedo recordar a pocos abogados que fueran lo suficientemente decentes como para ser corteses con los desafortunados en una sala de justicia.
Para comprender claramente lo despreciable que es un abogado acosador hay que recordar que en nuestro terrible “sistema de justicia” actual, el prisionero, es decir, la persona acusada, es en casi todos los casos considerado y tratado como un delincuente, aunque la ley claramente y expresamente lo declara inocente hasta que se demuestre lo contrario. También hay que recordar que el juez que juzga el caso ha asumido, sin fundamento legal ni razón, el derecho de tratar a los testigos como si fueran sirvientes sujetos a su dictado.
Por lo tanto, el abogado sabe que el juez, el sheriff y todo el poder del mecanismo de “justicia” están detrás de él y dispuestos a protegerlo. El prisionero y el testigo son arcilla en manos del alfarero. Están asustados, perplejos, intimidados, nerviosos. Son extraños en una tierra extraña, mientras que el abogado camina por senderos que ha desgastado.
Por lo tanto, no puedo escapar a la convicción de que el abogado que se esconde detrás de la autoridad del tribunal y desde esa ventaja gruñe a las personas a las que las circunstancias desafortunadas han hecho momentáneamente inferiores en poder, es un cobarde despreciable y vil, completamente inapropiado para asociarse con hombres que tienen estándares u honor.
En momentos de extrema irritación simpatética, a menudo he pensado que el testigo insultado y presionado tendría justificación en conseguir una escopeta después del juicio y llenar de plomo la piel del abogado, de tal manera que sería necesario llevar su ataúd en camiones.
No es que apruebe la venganza privada. Creo que la ley debe seguir su curso, cuando tiene un curso. Pero la justicia es fundamental. Y cuando la ley otorga a un hombre una ventaja injusta, ¿quién puede decir que el otro hombre no tiene derecho a enmendar la ley? ¿Es una ley promulgada por unos pocos abogados la palabra del Señor de los Ejércitos, infalible e infinitamente sabia y justa? ¡Qué absurdo mantener que una ley promulgada por una docena de mortales comunes puede o debe gobernar a otra docena, a menos que la segunda docena desee ser gobernada!
La ley debe ser respetada siempre y cuando sea respetable; de lo contrario, no. Los tribunales deben ser honrados siempre y cuando sean honorables; de lo contrario, no. La democracia es democracia sólo mientras otorga a todos los hombres un trato y una oportunidad equitativos. La justicia es justicia sólo cuando no hace distinciones de personas.
Esto puede sonar como anarquía si su mente está formada de esa manera. Pero para mí es el evangelio de la libertad decente y coincide con la lógica del hombre que dijo por primera vez: “Amo la paz, y voy a tener la paz aunque tenga que luchar por ella”.
Fountain Inn Tribune, 1915
Notas:- Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, EducAr. Disponible en https://www.argentina.gob.ar/sites/default/files/asi_hablo_zaratustra_nietzsche.pdf.[↩]
- “A Cowardly Practice”, The Lancaster News (Lancaster, S. C.), 19 de octubre de 1915. Disponible en: https://www.google.com/url?q=https://www.loc.gov/resource/sn83007465/1915-10-19/ed-1/?sp%3D39%26q%3Dlawyers%26r%3D-0.066,0.601,0.68,0.318,0&sa=D&source=docs&ust=1681940072178703&usg=AOvVaw1H9NjkmJVgpIOVYmjJWQ4i.[↩]
- “Jo McDill’s Sermon”, Kansas Agitator, vol. 14, núm. 14, Garnett, Kansas, 4 de septiembre de 1903. Disponible en https://www.loc.gov/resource/sn83040052/1903-09-04/ed-1/?sp=1&q=lawyers&r=0.283,0.625,0.608,0.311,0.[↩]
- Howard Zinn, “La otra historia de los Estados Unidos. Desde 1492 hasta el presente”, en Humanidades 2 Historia (sitio web, pdf). Disponible en https://humanidades2historia.files.wordpress.com/2012/08/la-otra-historia-de-ee-uu-howard-zinn.pdf.[↩]
- Frederick Opper, “Justice Out of a Job. Everyman His Own Lynch-lawyer in the South and West”, Puck Magazine, vol. 13, núm. 330, 4 de julio de 1883.[↩]
- “The People’s Friend”, The Abbeville Press and Banner (Abbeville, S. C.), 31 de mayo de 1916. Disponible en https://www.loc.gov/resource/sn84026853/1916-05-31/ed-1/?sp=4&q=lawyers&r=-0.203,0.749,0.86,0.439,0.[↩]
- Jacques Derrida, Mal de archivo. Una impresión freudiana, trad. Paco Vidarte, Trotta, Argentina, 1997, p. 10. Disponible en https://jpgenrgb.files.wordpress.com/2017/01/derrida-mal-de-archivo-1997.pdf.[↩]
- William Miller, “American Lawyers in Business and in Politics. Their Social Backgrounds and Early Trainings”, The Yale Law Journal, vol. 60, núm. 1, enero de 1951. Disponible en https://openyls.law.yale.edu/bitstream/handle/20.500.13051/13758/13_60YaleLJ66_January1951_.pdf?sequence=2.[↩]
- Michael S. Ariens, “Know the Law: A History of Legal Specialization”, South Carolina Law Review, vol. 45, núm. 5, artículo 17, 1993. Disponible en https://scholarcommons.sc.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=3128&context=sclr.[↩]